Perdí la cuenta de los días, pero estoy segura que hoy se cumplen seis meses, es decir, aproximadamente ciento ochenta días . Acabo de leer la entrada anterior, apenas navegando en el día veintiuno de ésta nueva cotidianidad, con el deseo aún latente de recuperar esa libertad que nos fue arrebatada de un momento a otro,  sin saber que los días se extenderían hasta formar semanas, que muy pronto éstas se acumularían tornándose en meses, y que, en su totalidad, ésta nueva forma de vida abarcaría la mayor parte del año. 

Por mi mente juegan diversas ideas respecto al tiempo transcurrido; éste proceso al que nos vimos obligados a experimentar, naturalmente puso al desnudo cada una de nuestras máscaras, sobre todo aquellas que quizás antes decidimos simplemente negar, evadir,  o pretender que no eran parte de nosotros. La soledad representa entonces una suerte de espejo sin tiempo ni espacio, y el encierro sólo nos dejó una puerta abierta, aquella que nos dirigía ciegamente a nosotros mismos. 

Pensar en alguna forma de escape teniendo plena consciencia que la única limitante establecida es cruzar la puerta al exterior podría resultar contradictorio. Sin embargo, ésta idea nos aproxima a reconsiderar nuestros hábitos y conductas pre-pandemia. ¿Por qué para algunos la soledad nos resulta tan insoportable? ¿Acaso la narrativa propia nos indica que aquello que creíamos disfrutar en el exterior sólo tenía como fin cegarnos a estar con uno mismo?  En lo personal, creo que muchos aspectos de mi vida tienen como propósito (¿o pretexto?) ocuparme, consumirme, agotarme, para así reducir el tiempo a solas al mínimo. Después de negar ésta nueva realidad para después asumirla como inevitable, la reconciliación con la soledad comienza a hacerse tangible. Y quizás aquello que uno evadía de sí mismo no es más que una pieza más de un rompecabezas abandonado, y ésta pausa en el tiempo no es sino un retorno. 





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